El arte de detener un aeropuerto.

Era un 23 de diciembre, en el aeropuerto de Burdeos, la quinta ciudad más grande de Francia. Un aeropuerto con 20 aerolíneas trasladando a más de 3 millones de personas al año. El lugar estaba completamente abarrotado. Miles de extranjeros y franceses a punto de tomar un vuelo que muy probablemente sería la conexión a otro que los llevaría con su familia a pasar la navidad. Ese era mi último día en la ciudad que había sido mi hogar por seis meses. Las semanas anteriores había tenido muchas fiestas de despedida, con muchos litros de vino bordelés y muchas lágrimas. No había dormido nada la noche anterior, empacar había sido una labor titánica, mis cosas parecían haberse duplicado en unos meses. Sólo tenía permitido regresar con dos maletas de 25 kilos cada una, cualquier gramo extra sería exceso de equipaje y mi capital para cubrirlo era nulo. Llegué al aeropuerto y me registré para tomar el vuelo que me llevaría a Paris, para luego tomar otro a la Ciudad de México. Al llegar al mostrador, la representante de Air France se dio cuenta de lo enorme de mis maletas, movió la cabeza en forma reprobatoria y dijo oh la la! en el clásico tono sarcástico francés.Subí las maletas a la báscula y efectivamente, excedían el peso permitido. Sin voltearme a ver a los ojos, extendió una charola para que depositara dinero –Ses valises dépassent la limite de poids, 55 euros- dijo. Yo, sin voltear a verla tampoco me di la vuelta y salí de la fila. Era claro que tenía que deshacerme de cosas, no traía un solo euro. Caminé unos cuantos pasos, abrí mis maletas a medio pasillo y observé. Empecé a sacar libros, papeles de la escuela, zapatos, ropa, todo a la basura. Creía haber depurado suficiente al momento de empacar, así que lo que estaba ahí seguramente era importante, pero mi cansancio era tal, que no lo pensé mucho y fue fácil reducir dos maletas a una. Tiré muchas cosas, incluyendo la maleta “sobrante” que dejé a un lado del bote de basura rebosante. Regresé al mostrador y documenté para el vuelo que estaba programado para salir tres horas después. Con pase de abordar en mano y me fui a pasear por el aeropuerto. Era un momento muy triste, caminaba con mucha nostalgia, las tiendas de souvenirs horribles en ese momento se volvían una prolongación de las visitas de despedida que había hecho a mis lugares favoritos de la ciudad. Las vitrinas resumían en miniatura todo lo que había visto en esos meses de vida a la francesa. Me tomé un café y un último pain au chocolat, me senté a leer el único libro que decidí no tirar para tener con qué entretenerme en el avión. Paula, de de Isabel Allende. En medio del bullicio del aeropuerto, escuchaba un mensaje que se repetía constantemente a través del altavoz. El discurso era en francés y yo no tenía intención de poner atención para entenderlo. Pero era tan constante que empezó a cansarme. Decidí entonces dejar de pasear y meterme a la sala de espera que me correspondía. En el camino al filtro de seguridad, empecé a notar que había muchos militares dentro del aeropuerto. Policías y hombres con uniforme de camuflaje azul moviéndose por todos lados. De pronto, como por arte de magia, el mensaje tan constante en el altavoz empezó a tener sentido. Entre todo el enunciado había algo que sí entendía: valise abandonné. Mientras me acercaba a la puerta de la sala de espera, el mensaje empezó a sonar en inglés. La voz suplicaba al dueño del veliz que se identificara. Caminé unos pasos más y me di cuenta que la maleta que había dejado -inocentemente- junto al bote de basura, estaba ahora rodeada por un círculo de militares armados. Temblé. Llevaban más de dos horas buscando al dueño de la maleta, buscándome. Sabía que era demasiado tarde para declarar mi autoría, que de hacerlo, perdería mi vuelo. Así que me metí a la sala de espera, me senté y seguí leyendo Paula. No, no leía, me escondía atrás del libro. Estaba asustada, pero faltaban sólo 20 minutos para la hora programada de despegue. La convocatoria para iniciar el abordaje llegaría en cualquier momento y terminaría con la posibilidad de que alguien me reconociera como dueña del veliz. En ese momento una azafata abrió el micrófono, sentí un respiro; luego informó que el vuelo estaba retrasado, sin más explicación y se fue. Me quedé sin aire otra vez. El avión estaba ahí. El movimiento de militares era más evidente. El altavoz ya anunciaba el valise abandonné en varios idiomas. La sobrecargo regresó a dar un nuevo anuncio, tendríamos que evacuar el aeropuerto por razones de seguridad. La gente estalló en nerviosismo. Los locales entendían qué pasaba, había un bulto sospechoso. Los extranjeros no comprendían, ninguno excepto yo. Yo sabía que era la causante de tener que evacuar un aeropuerto entero, la responsable de detener todos los vuelos de un 23 de diciembre por la noche. Si treinta minutos antes – al ver mi maleta custodiada por hombres con casco y metralleta- había dudado un segundo si era mala idea declararme dueña de la misma, en ese momento no tenía la menor duda, ya era demasiado tarde. Nos evacuaron entonces, todos a las pistas. Minutos después se escuchó una explosión muy fuerte. No lo podía creer. ¡Mi maleta no tenía una bomba! Colapsos nervioso, mujeres llorando. Sentía una culpa terrible, quería decirles: ¡No se preocupen, no era una bomba, no pasará nada! Resulta que después del 11 de septiembre el gobierno francés instauró la medida de seguridad de explotar todo objeto sospechoso que se encuentre en los aeropuertos. Pero eso, nadie se lo había explicado a las viejitas que estaban rezando junto a mí. Y nadie me lo explicó a mí tampoco. Sentía que en cualquier momento llegaría la Interpol a detenerme. Podrían ver los videos de seguridad y sabrían en un instante quién era la terrorista en cuestión. Afortunadamente para las autoridades del aeropuerto eso no fue tan evidente. Después de la explosión los vuelos despegaron normalmente. Yo llegué a Paris habiendo escuchado los lamentos y quejas de los pasajeros que no iban a llegar a tiempo a sus destinos y con terror de bajarme del avión y ser detenida por la policía. Estaba segura que para entonces ya habrían visto las grabaciones. No fue así. Solo perdí mi vuelo de conexión para irme a México y tuve que hablarle a mi mamá para explicarle lo sucedido. Han pasado más de diez años de eso, y en pocos días, en mi camino al maratón de Berlín, pasaré por Burdeos, y volveré al aeropuerto que detuve por unos momentos. Tengo un poco de miedo. Así que sirva este texto como bandera blanca, para decirle al pueblo bordelés que no tengo espíritu terrorista, que nunca fue mi intención causar tantos estragos y que buscaré la forma de balancear con algún acto bondadoso mi tan desatinada forma de despedirme de su hermosa ciudad.

13 Respuestas a “El arte de detener un aeropuerto.

  1. De esa historia, pudo salir una buena novela, pero bien dicen que las ideas no hacen gente exitosa, sino el hecho de hacer realidad una idea.

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  2. Disfruté muchísimo tu historia, Vero! Le he contado a mis amigos y todos se mueren de risa… hubiera pagado por ver tu cara en esos momentos. No cabe duda que a gente extraordinaria le suceden cosas extraordinarias… Un abrazo grande!

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