Los camboyanos sonríen a la menor provocación. No sé si es por las piñas frías en cada esquina, el agua de coco, la sopa de calabaza, los rambutanes o los mangos.
Tal vez sonríen porque el paletero va a la puerta de la escuela en el recreo y les prepara una paleta de hielo al instante. O por el carrito de plátanos asados, los waffles al carbón o el té con tapioca.
Tal vez porque desde que nacen, sus mamás los llevan a todos lados en moto y a partir de que logran caminar, se transportan pedaleando a toda velocidad, y se divierten subiéndose una, dos o tres personas juntas en la misma bicicleta, con suerte, la familia entera.
Quizás sonríen por su cielo increíblemente azul o los árboles encimados en sus templos, por la música de cuerdas y tambores o por el atardecer y el amanecer reflejados en el río.
Yo sonreiría también, si el heladero fuera a mi casa en una moto a dejarme un helado de pistache. Y más, si el suministro de gasolina de su moto estuviera disponible en la tiendita en botellas de ron.
Esto es lo que vi en 5 kilómetros en Siem Reap, Camboya:
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Camboya es mi sueño, ojalá algún día yo pueda sonreír con ellos.
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Es un sueño, creo que es mi lugar favorito en el mundo hasta ahora.
¡Planéalo! Es baratísimo y llegando allá no te querrás ir jamás. 😉
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